minibiografía para la escuela de coaching ECOA


El último sábado de la década de los 70s, 29 de Diciembre del año 1979 nací en un hogar que ya tenía un hijo mayor. Años después me enteré que fui un hijo no planeado, algo que percibí con algo de preocupación al dejarme llevar por la identidad heredada de la sociedad que pregona: “si no fuiste planeado es porque no fuiste deseado, y si no fuiste deseado vendrás a sufrir”, pero luego entendí y acepté porque me di cuenta que esto es más común de lo que uno cree y me genero un fresco. Me la he pasado derrocando ese mito sobre las emociones que debe generar lo no planeado. 


Mis padres, aunque tenían un matrimonio disfuncional, cultivaron en mi la semilla de cumplir con los compromisos hogareños. En mi casa nunca faltó un plato de comida ni los del servicio eléctrico llegaron alguna vez a suspender la energía. Mientras tanto, en otros hogares notaba que eso era pan de cada día. Las comparaciones son odiosas pero las referencias son sagradas. Eso me hizo valorar un hogar desvalorizado. Nunca vi a mis padres darse un beso, o presentar un gesto de cariño el uno hacia el otro, lo que significó un quiebre (no reconocido hasta cuando grande conocí el concepto) que deformó mi visión del amor. Mientras tanto en otros hogares sí veía a la mamá de algún amigo abrazar y besar al papá de un amigo. Entonces creí que lo que ocurría en mi hogar era verdad absoluta, un juicio maestro: se me cultivó la semilla que consistía en afirmar que las relaciones sentimentales estaba condenadas al hastío y, por muy lindo que hubiese sido el comienzo (la gran fiesta de matrimonio), estaban destinadas a podrirse. Le huí a la convivencia, por años (hasta mis 38). 


Crecí como un niño inseguro, damnificado en auto-confianza, y en mi cuerpo eso no tardó en manifestarse. Si observas una foto de los anuarios escolares, yo me distinguía del grupo por ser el que estaba retraído, mirada gacha, hombros protuídos, un semblante de no pertenecer. Y se lo atribuí a las peleas en mi hogar. Todo eso lo entendí años después cuando tuve la consciencia para hacer el “recuento de los daños”, pero eso también fue una hermosa semilla: se cultivó en mi la sed de transformación, las ganas de convertir historias tristes en historias aleccionadoras, esperanzadoras, triunfadoras. Y fue el llamada a la resiliencia que necesitaba mi vida y la dignidad de cualquier vida. Esa realidad fue la oportunidad para querer darle la vuelta al Omelette.

 

A pesar de todo lo enrarecido que estaba el ambiente familiar, me aferraba a mi creatividad, sabía en el fondo que esa cualidad podía ayudarme a hacer más llevadero el camino, mientras crecía y lograba escapar (ser independiente). Amaba el juego y los chistes, narraba historias, imitaba personajes, tenía preguntabas más avanzadas que el niño promedio de mi edad, era hiperactivo, aunque súbitamente podía quedar muy estático cuando se me presentaba una situación que estaba por encima de mis capacidades. Me invadía la vergüenza cuando mi madre me llevaba a cumpleaños o eventos sociales, bajaba la cabeza, subía los hombros, prefería quedar aislado, lejos de la atención. Y acepté que ese era el camino (el de la timidez) que debía transitar mientras encontraba mi esencia, le saqué el jugo a la situación volviendo un chico analítico en medio de su ensimismamiento. Evaporar la fama del niño ingenioso que puede quedar paralizado ante una situación que demande su empatía ante desconocidos. Recibí mucho bullying en el colegio por todo eso.


Mi adolescencia y juventud fue crítica porque la timidez infantil comenzó a quitarme oportunidades a la hora de interactuar con el sexto opuesto. Los complejos crecían, me miraba al espejo y decía: ¿a quién se la va a ocurrir casarse con esta cosa? En las pocas fiestas adolescentes que fui (crecí en un colegio enteramente masculino, algo que me costó “perdonarle” a mis padres jejeje), con público mixto, las chicas solían decir “ayyy que feo” al verme pasar. Todo eso me dejó la semilla de un hombre que debía hacer el triple de esfuerzo para captar la atención del género femenino, si no se quería quedar solo. No me quedó otra que aceptar que el desierto feromónico iba a durar bastante. Tan así que mi primer beso lo vine a recibir a los 21 años y creo que eso fue más bien una obra de caridad que una amiga hizo conmigo. Al verme tan árido y desamparado. 


En la Universidad inventé el personaje del rockstar, me dejé crecer el cabello, tinturado de colores llamativos y -por disrupción- alguna porción minúscula del sexo opuesto empezó a hacerme “cambio de luces” (a no ser indiferentes a mi existencia) y pude empezar a probar con más continuidad el sabor de la saliva femenina. Conquistar mujeres se volvió en mi obsesión, tenía que conquistar a una detrás de otra, como una carrera incansable; de manera inconsciente estaba viviendo para demostrarle a los compañeros del colegio que ya no era el tonto que ellos conocieron. Eso fue otra semilla que, años después, me puso alerta sobre lo peligroso que puede ser para un niño herido el hecho de querer llamar la atención para obtener reconocimiento. Algo que hasta el Sol de hoy, todavía me acosa. La diferencia es que hoy no busco los besos de mujeres porque tengo una relación estable con una mujer maravillosa, sino que se manifiesta con esperar likes en redes sociales, que compren mis servicios, y si las cosas no resultan, vuelve a abrirse un poco la herida de rechazo.


El rockstar de la juventud cayó en excesos: alcohol todos los fines de semana, promiscuidad a full, mentiroso crónico para tapar una vida llena de antivalores, infidelidades, farándula y despilfarro, como dice Facundo Cabral: “compraba compulsivamente cosas innecesarias, con dinero que no tenía, para impresionar a gente que no valía la pena”. Eso se fue manifestando en migrañas, ansiedad, problemas de colón, rinitis, a mi cuerpo la pasaron la factura de tantas incoherencias emocionales. Sabía que en cualquier momento que iba a tocar fondo. Hasta que a mis 34 años colapsé, tuve un quiebre que hizo que yo me empezara a construir una vida de bienestar. Quiebre que amplío en <la guía 3>, como la escena del cuchillazo en un bar. Y el haber estado cerca a la muerte, me puso a reflexionar lo que venía haciendo con mi vida, fue el punto de inflexión entre lo que venía siendo y aquello en lo que esperaba convertirme. Al día siguiente del cuchillazo que recibí, hice una purga de amistades, analicé si cada persona que me rodeaba debería estar en mi vida o no. Me quedé solo mucho tiempo, ya no salía tanto los fines de semana, prefería quedarme leyendo libros, salir a cenar con la familia, rechazar llamadas los viernes por la tarde para ir a beber licor. Sin embargo, seguí yendo a lugares fantoches pero fui disminuyendo la frecuencia de visitas considerablemente. Ya era el inicio de un cambio.


En 2015, me doy cuenta que la causa de mi adicción al sexo (con quién sea) era mi baja autoestima, tenía 20 kilos de más, me veía muy mayor, caminaba sin ganas, con los pies arrastrado. Por eso tomo la decisión de intentar vivir un día sin consumir azúcar refinada, todo un reto. Lo logré y le sume otro día. Luego alcancé una semana. Y duré un año sin consumir ese tipo de azúcar (le di lugar al dulce frutal y algo de stevia) y bajé 15 kilos en 6 meses. Esa situación cultivó mi consciencia sobre la alimentación saludable.


En Noviembre de 2016 caigo en cuenta que la única razón por la que ganaba las entrevistas de trabajo es porque estaba muy especializado en algo técnico y no porque mi personalidad transmitiera confianza en un proceso de selección. Mi forma de hablar no era fluida, me obstruía cada 3 o 4 palabras, padecía tartamudez o gaguera. Me libré del enemigo del aprendizaje que no es capaz de pedir ayuda, de darle la autoridad a alguien que venga a enseñarle y la asesoría de Andrés (así se llama el profe) me hizo conectar las raíces de esa discapacidad comunicativa. En la infancia había sido un niño al que sus mismos padres lo relegaban porque no soportaban su energía, su exceso de hiperactividad, su retahíla de preguntas. Eso habría una herida honda en la que me auto-censuraba mi propio discurso cuando hablaba y no estaba seguro de lo que decía por temor a no ser aceptado por la contraparte. En Marzo de 2017 me sentí listo para hablar frente a públicos y mi profe de oratoria me dijo que la única manera de volver sostenible la fluidez, que había alcanzado al hablar, era comunicando permanentemente, por eso me volví tallerista empírico de un formato al que denominé @loquellevas. A partir de allí, sigo aprendiendo de desarrollo personal (mi inscripción en la escuela de coaching ontológico es parte de este proyecto que me tracé años atrás), de bienestar. Al inicio era aprendizaje académico, intelectual (sin involucrar al cuerpo) y de 4 años para acá sí uso al cuerpo como vehículo para que los conceptos se interioricen y fluyan a través de la memoria muscular.


En 2018 conformo una familia de manera accidental, la novia con la que apenas tenía 3 meses saliendo, queda embarazada y algo en el fondo me decía que con ella podía convivir sin contratiempos. Siempre le tuve miedo al compromiso por lo que menciono en el párrafo de lo que observé en el matrimonio de mis padres. Mi primer hijo nace en Octubre y apenas cumplió un año se ha convertido en un maestro que pone a prueba mi paciencia, mi capacidad de servir a otro ser distinto a mí, de tolerar la frustración de no poder apaciguar un llanto o un berrinche. Con mi esposa también pasé un quiebre importante, y fue que me pasmé a nivel íntimo (no tuvimos sexo por dos años), desde la mitad del primer embarazo hasta el inicio de la pandemia. Eso fue otra semilla que me reveló un secreto: si sanas primero tu historia y eres paciente, llegará el momento en donde todo vuelva a su curso. Mi cuerpo venía hastiado de tantos años de promiscuidad y entró en ayuno inesperadamente. Porque cuando un hombre suele perder el apetito sexual en una convivencia, ¿qué es lo que suele hacer? Buscar por otro lado con quién si pueda excitarse. Y acá menos mal que fui fiel a mis renovados valores, procedí con ética y nunca contemplé la posibilidad de hacer algo que fuera en contra del bonito que vínculo que habíamos establecido. Salimos victoriosos, se nos abrieron oportunidades porque ahora la familia está más sólida que nunca y con un 2do hijo a bordo.   


El haber sido rechazado en múltiples escenarios sirvió como semilla para volverme un tipo consciente, cuidadoso de no herir a personas que representaran diversidad (la minoría a la que yo pertenecía era la de “los feos” y de los tímidos), fomentar el respeto y apoyar causas antidiscriminatorias, aunque no lo hice formalmente sino -primero- a través de posteos escritos y posteriormente a través de reflexiones en video. Todo lo que experimenté en mi pasado, aunque muchas veces me llevaron a experiencias desagradables, fue perfecto. Porque hizo la persona que soy hoy en día. Me dejó aprendizaje, semillas, ejemplos y contraejemplos. “Cuando miras hacia atrás ya no hay víctimas ni victimarios. Hay alumnos y maestros. Gente que te enseñó algo y gente a la que le enseñaste algo”, es una frase que aprendí en la Kabalah para saber sanar el pasado, aceptar que lo sucedió construyó lo que eres. Me dio la pista para un futuro en el que se me han estado abriendo las oportunidades: me la paso tranquilo la mayor parte del tiempo, sin tanta nostalgia por lo que no fue y sin tanta ansiedad por lo que no sé que vendrá.

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