El Rey adicto a inaugurar


Resulta que un día, reflexionando y reflexionando, el rey llegó a la siguiente conclusión: “no hay mejor oportunidad para pronunciar un gran discurso que cuando se inaugura algo”. Así que, a partir de ahí, secundado por sus ministros, se lanzó a inaugurar obras sin parar. Los juegos en los jardines, las fiestas en el gran salón del Castillo, las partidas de caza, dejaron de existir. Incluso todo lo relacionado con la administración del reino fue descuidado, las relaciones con otros reinos pasaron al olvido. Los ministros eran muy activos, y siempre había algo para inaugurar. El rey estaba en la gloria. En cada presentación se superaba a sí mismo. Subía al al palco con pasos solemnes, saludaba quitándose con elegancia el sombrero emplumado, agradecía los aplausos con una inclinación de cabeza y soltaba un nuevo y esplendoroso discurso. La vida del monarca se convirtió en una carrera sin descanso hacia los cuatro puntos cardinales del reino. Su carroza corría y corría. En todas partes inauguraba e inauguraba. La reina lo acompañaba. Cada día el rey se volvía más exigente, los ministros eran castigados si no alcanzaban a cumplir con sus deberes, si no le tenían listas obras para presentar. Pasaron los meses y llegó un momento en que al rey lo asaltó la extraña sensación de estar inaugurando una y otra vez las mismas obras: que todos esos molinos, escuelas, talleres y hospitales no eran más que fachadas de cartón y, detrás, espacio vacío. Pero no era cuestión de perder tiempo considerando estos detalles. Rápidamente partía con su comitiva y se dedicaba a elaborar el siguiente discurso. Alrededor del palco siempre se agolpaba un nutrido grupo de asistentes. Y también con esto el rey tuvo una extraña sensación. Después de andar y andar comenzó a parecerle que reconocía las caras que eran las mismas en todas partes. En ningún momento se detuvo a reflexionar que pudieran ser los aduladores contratados, que se anticipaban a la carroza real para esperarlo con aplausos en cada etapa. Sea como sea, lo cierto es que, pese a los discursos, las inauguraciones y los aplausos, se fue haciendo evidente para el rey, que no todo estaba bien en el reino. En realidad el reino se estaba desintegrando. Tal vez una de las primeras señales de descontento y deterioro fuera del desgano con que la servidumbre le traía café cuando lo solicitaba. Con frecuencia el café estaba frio. El rey sentía que todo el mundo estaba murmurando a sus espaldas. Después las inauguraciones fueron menos frecuentes, sin que mediara explicaciones por parte de los funcionarios organizadores. Uno de los ministros pidió licencia por enfermedad, otros solicitó permiso para viajar y visitar a su hijo que había sufrido un grave accidente. Varios se fueron sin avisar. Al final desaparecieron todos. Partieron de noche, llevándose las carretas bien cargadas. Alrededor del rey cada vez hubo menos gente. Sus perros dejaron de hacerle fiesta. El caballo preferido no se dejó montar. Un día el rey encontró la reina empacando. Le preguntó qué estaba haciendo, ella contestó que se iba a pasar una temporada con su madre y también dejó el castillo. Llegó la mañana en que al rey le costó salir de sus aposentos. Había una montaña de rollos de papel con sus discursos obstruyendo la puerta y prolongándose los corredores. Los rollos llegaban casi hasta el techo. Tuvo que trepar y gatear por allá arriba. Después deambuló largamente por los salones sin encontrar una sola persona. Se asomó por los balcones y no vio ni un alma, ni en el poblado que rodeaba el castillo, ni en los campos. No quedaba nadie. El rey estaba ante una situación más que preocupante, pero lo que más lamentaba era la interrupción de su soberbia carrera de orador. La única persona con la que se cruzó en su recorrida fue el sirviente encargado de encender y apagar las antorchas que iluminaban los corredores. El rey pensó que aunque una sola persona no pueda considerarse un gran público, tal vez podría improvisar un discurso para el sirviente. Pero ni siquiera esto sería viable.

El sirviente es sordomudo, por eso nunca se entera de nada, por eso sigue ahí en el castillo. Entonces el único consuelo que le queda al rey es tomarse un café. “Quizá pueda conseguir que por lo menos me traiga una buena taza de café humeante”, se lo ordenaría por escrito. Pero esto tampoco sería posible porque el sordomudo no sabía leer. Finalmente el rey podría prepararse el café el mismo, pero no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo y, además, ignoraba donde quedaba la cocina.

Así finaliza la historia, el rey abandonado sólo en su castillo, sólo por charlatán, se lo tienen merecido. Sin súbditos, sin inauguraciones y sin discursos. ¡Y sin café!

Tomado del Libro: "Crónica de un caminante" por Antonio Dal Masetto


Comentarios

Entradas populares